
La película que convirtió a su director en un cuasi artista, distanciándolo, siquiera brevemente, de su fama anterior de artesano talentoso y brillante creador de thrillers inteligentes. Al producir lo que superficialmente era otra muestra de sus reconocidas habilidades como "maestro del suspenso", pero en realidad constituía una sorprendente ruptura con su producción anterior, Hitchcock cambió su técnica, no cuantitativa sino cualitativamente, y dió un salto en dirección de un cine con algo que decir. El resultado fué una historia de amor supremamente mórbida, desesperada e imposible. Lo había explorado tímidamente antes en Notorious (1946 ), con Cary Grant e Ingrid Bergman viviendo una atormentada historia romántica que terminaba cayendo como siempre en el obligado final feliz; hasta Vertigo. Notorious, extraño para este director, no tiene momentos de alivio cómico, y esto es apenas un antecedente menor para el clima cargado, tenso, ominoso y profundamente romántico que impera, abrumadoramente, en Vértigo.
El detective de la policía de San Francisco, "Scottie" Ferguson (James Stewart) debe retirarse todavía joven por un cuadro de patológico terror a las alturas (acrofobia), desarrollado luego de una persecución en la que un policía pierde la vida por ayudarlo. Pasa sus días sin mucho que hacer, holgazaneando la mayor parte del tiempo y visitando a una antigua novia (Barbara Bel Geddes) con la que conserva una relación ambigua. Entonces, un amigo de la infancia, ahora rico por un matrimonio acomodado, llama a Scottie para enrolar sus servicios: le pide que siga a su mujer, Madeleine (Kim Novak). En un principio Scottie se rehusa, pensando que se trata de un caso desagradable y vulgar de imaginada o real infidelidad. Pero su amigo lo saca del error: el problema es enteramente más serio y, además, misterioso. Madeleine cree que está siendo visitada y llamada por el espíritu de otra mujer, Carlota, muerta en el siglo XIX, con la que podría tener un parentesco. Sin nada mejor que hacer, e intrigado, Scottie acepta. Para conocerla, su amigo le pide que los espere en un restaurant, y entonces Scottie, desde la barra, puede mirar, furtivamente, a la mujer que deberá investigar (en la imagen). Su belleza, con un halo de misterio, lo fascina de un solo golpe. Es un hombre vulnerable, dañado; ella es intrigante y arrebatadora; de hecho hermosa de un modo lejano e inalcanzable. Scottie se enamora en ese mismo instante. De ahí en adelante, la vigila siguiéndola largamente por días (en la imagen), lo que le permite constatar la innegable obsesión de Madeleine por Carlota, cuya tumba visita, cuyo retrato contempla por horas. Finalmente, cuando intenta suicidarse arrojándose al mar en la bahía de San Francisco, Scottie la rescata y entablan una relación amorosa. Pero Madeleine es misteriosa de un modo subyugante y algo fuera de este mundo: está obsesionada por Carlota y Scottie por ella. La relación es apasionada pero torturada. Un día, en una visita a un viejo convento, que él fuerza con la intención de exorcizar el espíritu omnipresente de Carlota, Madeleine sube a la torre, ante la impotencia de Scottie, acrofóbico, por retenerla, y se arroja al vacío ante sus ojos.
Scottie sufre una terrible y prolongada depresión. Internado en un hospital luego de una agotadora lucha, comienza a reponerse lentamente, . Un día, vagando por las calles, ve pasar a una muchacha, vestida y pintada de una manera vulgar, pero finalmente muy parecida a Madeleine. Profundamente conmocionado, la sigue al modesto hotel en el que vive, y frente a la desconfianza de ella, consigue abordarla. En la mente transida de Scottie, ella, Judy, es un vehículo para recuperar a Madeleine. Morbosamente, con una apenas contenida desesperación y ansiedad, frente a la parcial resistencia de ella, la hace peinar, luego vestir como su amada muerta. Pero entonces, cuando finalmente consigue convertir a Judy en Madeleine, de manera absoluta y total, al besarla, comprende que está acariciando a la misma mujer.Cuando la fuerza a regresar a la torre, un accidente la precipita al vacío. Scottie queda aniquilado, su vértigo superado, su desesperado amor perdido por segunda vez, él mismo vivo pero quizás destruído para siempre.
Técnicamente brillan todos los departamentos. El color es vívido, la filmación con la reconocida perfección del director en el manejo de la cámara, la narrativa flúida y sin temor a largos momentos sin diálogo; y algunos golpes bajos que, se sabe, Hitch amaba. El film se libera de un reparto numeroso, y sólo dos actores interesan, James Stewart y Kim Novak. El primero, preferido de Hitchcock en muchos films, sobrepasa actuaciones anteriores gracias a las exigencias del rol; toda la tortura, sufrimiento y obsesión del inadvertido Scottie encuentra el actor perfecto en Stewart. Pero el gran impacto es el de Kim Novak. Este es un caso en el que tener le physique du rol es inmensamente más importante que actuar; y Kim, aunque puede actuar, lo tiene. Es inmediatamente comprensible que, cuando Scottie vé a Madeleine en el restaurante (en la imagen), se enamore allí mismo; comprendemos que nos podría pasar lo mismo. Y su hermosura, envuelta en en un misterio que la hace evasiva, inalcanzable tanto para Scottie como para el espectador, es a la vez hechizante pero peligrosa.
Dije al principio que Vértigo había convertido a su director, Hitchcock, en un cuasi artista. Es fundamental aclarar el condicional. Y es, en realidad, muy sencillo: Hitch explica demasiado. Incapaz de superar su subestimación del espectador, que por cierto se extendía a sus actores, y su condición de autor, finalmente, de elaborados y meros thrillers, se cree en la necesidad (no sea que alguien malentienda la atroz celada a la que ha sido sometido Scottie) de presentar excesivas pruebas de la culpabilidad de Judy/Madeleine. Pero en realidad no es necesario: el sublime momento en el que Scottie logra transformar a Judy en Madeleine (en la imagen de video) , cuando ésta se le presenta, envuelta en una una suave niebla, y él estremecido, la besa, mientras, en una de las grandes escenas del cine, la cámara gira alrededor de ambos y la habitación se convierte en la cochera oscurecida y llena de carruajes antiguos del convento, tanto Scottie como el espectador comprenden que ésta es una sola, y la misma, mujer. No es necesario ningún elemento adicional, que en todo caso solo puede empobrecer el sentido y la dimensión del film. Con sus aclaraciones, Hitchcock elige el thriller, no la historia de amor. Pero ésta es tan poderosa que aún así, casi por sobre el mismo director, se impone y prevalece, y le dá un extraordinario triunfo, el máximo en su carrera.
No todo es mérito de Hitch, sin embargo. Vértigo no produciría un impacto emocional tan profundo y duradero, si a todos sus indudables logros no se agregara el más directamente impactante: la singular e inspirada música de Bernard Herrmann. Los espíritus de Wagner y Mahler rondan esta inspiración, flotan en la atmósfera como el espíritu, para Scottie, de Carlota. El "tema de amor" ( encontrable más abajo), descendiente de Tristán, es una de las grandes páginas de la música para cine, y toda la partitura de Herrmann para el film bien puede finalmente ser su obra maestra.
Vertigo fué una producción tan atípica en la carrera de su director que inicialmente fué mirada con sospecha cuando no rechazada. De hecho, sumió a la crítica y al público en el desconcierto. Después de todo, ¿qué extraña cosa era esta historia con romance e intriga pero con final abismalmente infeliz? Había suspenso, es cierto, pero, ¿una historia de fantasmas, aunque finalmente no lo fuera? El film no gustó, y Hitchcock, aterrado, volvió rápidamente a lo suyo, el entretenimiento supremo de North By Northwest (en nuestro medio, Intriga Internacional), que le restituyó la estima pública y nunca volvió a intentar ponerse serio. Continuó en su rol de imperturbable cínico, satisfecho en dirigirse a su público hablando con pomposa y humorística naturalidad de los crímenes más horrendos. Sólo más tarde la crítica pudo comprender la profundidad, aunque transitoria, del cambio que significó Vértigo: un film único, imperfecto, con una anécdota casi increíble, pero trascendente en su descripción de un amor desastroso y un engaño brutal, que tocan por un par de horas, aspectos de la condición humana hasta entonces ausentes de la obra del maestro del suspenso.
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